No fue una noche que se pudiera llamar conciliadora, siempre del mismo modo, una necesidad absoluta de cuerpo a cuerpo, ojos hechiceros en mentes siniestras de absoluta certeza y de poca sinceridad, no hubo trago alguno, el alcohol no era invitado a la noche de gala de las almas en pena que hasta ahora prosperaba en calma y magia. Ella tiritaba inerte ante el insoportable frió capitalino que está, la temporada de invierno, solía hacer sucumbir aún al más fuerte de los crueles leones rojos que en esa noche también caminaban en la oscuridad; Victoria gritaban mientras el soplido de su voz helada dejaba marca en el aire espeso, solo victorias alrededor de los moros, que disfrutaban insinuantes una gloria, que al fin de cuentas no era ni tan propia. Él, entre contrariado y distante la tomaba de su mano cual bella doncella para que en cada charco pudiera pasar sin tocar el suelo, esfuerzo inútil a decir verdad, sus zapatos de tela rotos en donde se veía asomar el dedo gordo, ya se encontraban totalmente cubiertos por el agua negra que corría por el borde de las calles; Así que ni por mas intentos del pobre chico por salvar a su dulce princesa del barro y de las malvadas garras del clima, ya no había que hacer, ella, no era más que un juguete del tiempo pesado que se veía, no iba a ser corto.
Mírame a los ojos, pensaba en lo más profundo de su alma y juraba en su mente que ella podía oír cada pensamiento y cifrarlo para él en esa mirada que de repente le pondría entre la espada y la pared, pero sí Luna estaba pensando en algo, era en no ver sus ojos nunca más, dejaba que le tomara la mano por la simple cortesía que hacia de ella la dulzona que nadie quería olvidar y eso mismo era lo que intentaba, a cada paso, en cada trazo entre lo mortal y lo eterno, ella siempre sería lo eterno, ser imprescindible era, de sus cualidades, la que más quería explotar hasta el fin de sus días, no cabía duda de ello ni de otra cosa, que no fuera que lo miraría nuevamente hasta que le fuera a decir adiós, Por lo que silenciosa solo espera el fin de la calle, donde la casa azul, aguamarina ahora, la esperaba para acoger su llanto.
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